Julio Ortega Fraile
Siete días cada semana, cada día varios turnos, y en cada turno unas manos y una voz diferentes para sujetar la misma correa y dar las mismas órdenes. Pasan las horas y los hombres regresan a sus casas, pero ellos permanecen allí. Su mirada es un naufrago en los andenes con un horizonte de túneles y escaleras. Sonidos de palabras y de vagones, de palabras y de vagones, de palabras... Y de vagones... El olfato condenado a un bucle de pisadas y vomitonas. La luz y el oxígeno siempre enlatados y la boca constantemente prisionera. Enjaulada como los ojos, como la nariz, como las orejas, como el cuerpo, como el alma, como la alegría, el juego y la esperanza, enterrados vivos en fosas con nombre, número y color.
Son los perros, pastores alemanes en su mayoría, de la empresa de seguridad del Metro. La ciudad poco importa porque el modelo se repite. Hace poco escuche cómo un vigilante le decía a un recién incorporado: "si puedes escoge patrullar con compañero y no con perro, están medio locos porque no descansan y cada vez van con una persona distinta". Y bien, ¿quién no se volvería loco en su lugar?
No existe respeto ni espacio para la libertad en su vida, se los arrebataron a cambio de una nómina inexistente, por eso los exprimen hasta que revientan. Sí, también un perro puede enloquecer pero en su caso caso no hay chequeos médicos obligatorios, no hay baja por enfermedad, no hay convenio que lo ampare, sindicato que lo defienda ni juez que falle a su favor.
Hay, eso sí, cuando sus patas dejen de funcionar, cuando la displasia le haga arrastrar su dolor y su tristeza de estación en estación, un único destino, la recompensa a tantas horas de yugo y explotación: el sacrificio. El esclavo sólo es rentable en régimen de esclavitud, por eso una vez hecho trizas resulta más barato ejecutarlo que procurarle cuidados y manutención.
Esa es la realidad de los perros de seguridad que te cruzas en el Metro. Dicen que están ahí para protegerte. No te lo creas, son ellos los que necesitan tu protección porque ellos son las verdaderas víctimas. Y si uno de esos días que vas a trabajar o a tu casa te detienes durante unos segundos al lado de uno y le miras a los ojos te juro que me entenderás, porque podrás leer en ellos un gemido silencioso de auxilio imposible de no ver y de no escuchar, absolutamente imposible de olvidar.
Fuente: